¿Debo tener hijos en contexto migratorio? Una reflexión desde la experiencia real de muchas mujeres migrantes

Este es uno de los textos más complejos a los que nos hemos enfrentado como Asociación Mexicanas en España, pero también uno de los más necesarios, al ver que la historia se repite una y otra vez.

La historia de María: cuando el amor no basta.

María conoció a Jose en México. Él era español, estaba de paso por trabajo y hablaba de España como un lugar donde “se vive mejor” y “hay más oportunidades”. La relación avanzó rápido. Jose volvió a España y, poco después, María decidió migrar para vivir con él. La idea era sencilla: empezar una vida juntos.

Al llegar a España, María se encontró con algo que viven muchas mujeres migrantes. Durante los primeros meses no podía trabajar porque sus papeles estaban en trámite y tampoco es que le diera la imprtancia necesaria, tuvo algunos tropezones debido a la falta de infrormación lo que alargó el trámite. Por tanto dependía económicamente de José y de que la relación siguiera funcionando. Aun así, pensaba que era una etapa temporal y que todo se acomodaría con el tiempo.

Meses después, María quedó embarazada. Jose trabajaba en una empresa, pero su situación no era estable: contratos que empezaban y terminaban, ingresos irregulares. Para ahorrar, decidieron irse a vivir a casa de la madre de él. María pensó que sería por poco tiempo. La convivencia, sin embargo, empeoró lo que ya venía mal. Jose tenía cambios de humor, salidas de tono, comentarios que la hacían sentirse pequeña. María no lo veía como violencia hacia ella. Pensaba que era estrés, presión económica o problemas normales de pareja.

Cuando por fin María terminó sus trámites y podría buscar trabajo, su pequeña ya estaba en casa. Buscar empleo dejó de ser prioridad. El cuidado pasó a ocuparlo todo. Tras el nacimiento de su hija, esa organización se volvió permanente.

María nunca pidió la nacionalidad española. Su situación se mantuvo gracias a una residencia ligada a su matrimonio. No era una residencia propia: dependía de que la relación continuara. En ese momento, esto no le preocupaba. La pareja existía, la hija había nacido y el futuro parecía, al menos, posible.

Con el tiempo, la relación se deterioró aún más. José empezó a ausentarse, a decidir sin consultarla, a recordarle que ella no tenía trabajo ni ingresos. Hace unos meses, José pidió el divorcio. Entonces llegaron las amenazas: que él podía quedarse con la niña, que tenía trabajo, casa y estabilidad, que el sistema lo apoyaría a él. El maltrato había sido sobre todo psicológico, difícil de demostrar, sin pruebas claras.

Si el divorcio se concreta, María tendrá que modificar su tipo de residencia para poder quedarse legalmente en España por su cuenta. Para eso necesita trabajo o ingresos propios. No los tiene. José, en cambio, sí trabaja y tiene vivienda.

María no es un caso raro. Es una historia que se repite con distintos nombres, incluso cuando la ruptura responde a dificultades propias de un matrimonio, no a una situación extrema.

De dónde viene esta idea de la maternidad “natural”

En muchos contextos de América Latina, y en México en particular, tener hijos sigue entendiéndose como una etapa natural de la vida en pareja. Esa forma de pensar no desaparece al migrar, aunque las condiciones materiales sí cambien radicalmente. ¿Por qué?. Por que para una mujer migrante, la maternidad no se sostiene solo con afecto o voluntad. Se sostiene —o se tambalea— sobre elementos muy concretos: papeles, trabajo, ingresos, vivienda, tiempo y red de apoyo.

El problema no es querer tener hijos. El problema es tenerlos sin mirar el contexto en el que esa maternidad va a sostenerse.

Cuando la maternidad se cruza con la migración

Muchas mujeres migran por una relación afectiva. Llegan sin familia cerca, con trámites pendientes, sin empleo y sin una trayectoria laboral reconocida en el país. Durante ese tiempo, la pareja suele ser el único punto de apoyo.

Si en ese momento llega un embarazo, la posibilidad de construir autonomía económica y administrativa queda en pausa. Y lo que se pone en pausa durante años, después pesa.

Aquí aparece una de las desigualdades menos visibles: el tiempo dedicado al cuidado no se convierte en protección futura. No se traduce en derechos, ni en ventajas, ni en reconocimiento institucional cuando la relación termina. Al contrario, muchas veces deja a la mujer con menos margen de maniobra justo en el momento en que más lo necesita.

Cuando una pareja se separa, el sistema valora sobre todo quién tiene ingresos estables, vivienda y capacidad de sostener la vida cotidiana. En ese escenario, quien no interrumpió su vida laboral suele partir con ventaja. No es una cuestión de méritos personales, sino de cómo está organizado el sistema.

Por eso, incluso en separaciones que no parten de un conflicto grave, la mujer migrante suele salir en desventaja. No porque haya tomado malas decisiones, sino porque el contexto no compensa las renuncias previas que hizo para sostener la vida familiar.

Criar, trabajar y sobrevivir: lo que casi nadie explica

Conviene ser honestas: criar es difícil incluso cuando las cosas “van bien”.
Y “ir bien” significa tener salud, una relación funcional y cierta estabilidad económica.

Casi ningún país está realmente preparado para que las familias puedan trabajar y criar sin un desgaste enorme. Las guarderías son caras, los horarios laborales no se adaptan a la vida familiar y las ayudas públicas suelen ser insuficientes y a veces son una trampa que se convierte en una deuda, lo sabemos bien. En la práctica, para sostener una vida básica se necesitan dos sueldos, incluso con empleos formales.

En muchos hogares, la crianza se apoya en los abuelos, en su tiempo y en sus pensiones. Las mujeres migrantes, en cambio, suelen criar sin esa red. Todo recae sobre ellas.

Nada de esto tiene que ver únicamente con un conflicto concreto ni, en muchos casos, con una situación de violencia directa. Tampoco responde siempre a una imposición explícita. Tiene que ver con cómo está organizada la vida en contextos migratorios y con decisiones que muchas mujeres toman de forma racional en su momento, pero con información limitada y opciones muy estrechas. Decisiones que funcionan mientras la relación existe, pero que el sistema no compensa ni protege cuando esa relación se rompe.

Autocuidado no es egoísmo: es poner límites

Esto no va de ser buenas o malas mujeres. Tampoco de decir que solo algunas personas —o solo las “ricas”— pueden tener hijos. Va de cuidarse.

Cuidarse también es saber dónde no entrar. No meterse en situaciones de las que luego es muy difícil salir bien librada. En migración, la maternidad puede convertirse en un punto sin retorno si no hay condiciones mínimas.

Por eso insistimos tanto en algo que suele doler escuchar: un hijo no afianza una relación de pareja. Nunca.

La llegada de un hijo introduce presión económica, emocional y organizativa. En relaciones sólidas puede o no sostenerse. En relaciones inestables, la presión aumenta.

Para nosotras, las mujeres migrantes, buscar trabajo cuanto antes, con derechos laborales y cotización, no es ambición ni desconfianza: es protección.

Y no todos los consejos ayudan. El autoempleo informal o el “negocito” sin respaldo legal no protege ni da salida en caso de separación. Cuidado con estos discursos y recomendaciones cuando no vienen de personas expertas en analizar temas sociales. Abundan.

Cuando la separación llega sin herramientas

Si la separación llega y no hay recursos, lo más importante es no quedarse a la deriva, hay que solicitar ayuda e informarse.

  • Acude a los Servicios Sociales de tu ayuntamiento.
  • Si sufres violencia, comunícalo en el centro de salud para que quede registrado.
  • Si hay amenazas o miedo, llama a la policía.
  • Busca asociaciones especializadas en migración y violencia contra las mujeres.
  • Guarda mensajes, audios y documentos. Documentar también es cuidarse.

Pedir ayuda no es exagerar. Es responder a una situación que no se puede sostener sola. Cuando hay hijos, precariedad y dependencia administrativa, el tiempo juega en contra.

Decidir también es cuidarse

Desde la Asociación no decimos a las mujeres qué deben hacer ni tomamos decisiones por ellas. No juzgamos elecciones pasadas ni damos recetas universales. Compartimos análisis y experiencia porque creemos que contar con información y contexto permite decidir con más margen y menos coste personal.

Tener hijos es una decisión personal que atañe a quien va a parir, a cuidar y a sostener.

Costó mucho que las mujeres pudiéramos planificar la maternidad y no vivirla como una obligación. Antes no podíamos elegir; hoy sí.

Cuestionarse si ser madre o no no es falta de amor ni de compromiso. Es una forma de cuidado. Especialmente en contextos migratorios, decidir tener hijos —o decidir no tenerlos— requiere información, tiempo y análisis de las condiciones reales en las que esa vida va a sostenerse.

Decidir sin red, sin autonomía económica y sin margen de salida puede dejar a una mujer atrapada en situaciones muy difíciles de revertir. Por eso, informarse antes de migrar, construir autonomía propia y hablar abiertamente con la pareja sobre la maternidad —si es un deseo compartido, si hay corresponsabilidad real y si existe un plan más allá del vínculo afectivo— es una forma de protección.

En tres de cada diez divorcios en España se incumple el pago de la pensión de alimentos a los hijos, según el V Observatorio de Derecho de Familia, elaborado por la Asociación Española de Abogados de Familia (AEAFA)

No todas las personas quieren ni pueden ser padres en las mismas condiciones. Si la maternidad o la paternidad es un proyecto irrenunciable para una de las partes, y no lo es para la otra, eso también es información importante. Escuchar esa diferencia a tiempo puede evitar situaciones de desgaste profundo más adelante.

Nada de esto va de culpas. Va de límites reales. Pensar antes de decidir no quita libertad: la preserva.

Texto de la Asociación de Mexicanas en España