Me quiere, no me quiere, me quiere, no me quiere… debo admitir que en mi infancia arranqué muchas flores para poder hacer este juego y descubrir con “veracidad” si el niño que me gustaba correspondía mis sentimientos. Era más importante que lo que él sintiera por mí que lo que yo sentía. No fui la única ni la última en caer en esta trampa, cuántos años desperdiciados por la supuesta maravilla de poder decir al fin: “Qué emoción soy yo la indicada para él, la especial”. Muy pocas mujeres se pueden jactar de haber tenido una educación emocional desde casa decente. La gran mayoría hemos sido educadas para complacer, adaptarnos a él. No necesariamente tuvo que ser una educación explícitamente deficiente, siendo niñas aprendimos del ejemplo silencioso. Ese que se queda plasmado con hierro caliente en la piel y para poder curar esa herida de la infancia a veces tiene que pasar toda una vida para empezar a vivir una con autonomía, a veces (y desafortunadamente es el promedio aun) muchas mujeres evitan esa deconstrucción, y permanecen con los ojos cerrados, tapados con la venda del patriarcado. “¡Qué maravilla! ¡Le gusto! ¡Ay que afortunada soy! ¡Me he ganado la lotería!” y demás cosas que nos hemos dicho a nosotras mismas o quizá a otras mujeres cuando somos “las elegidas”. Fuimos escogidas por este hombre, y somos empleadas para el destino que hemos tenido desde nuestra concepción: el servicio y felicidad del hombre.
El valor de una mujer sigue dependiendo de la elección de un hombre. Y para colmo, muchas creímos religiosamente esto, y algunas siguen ahí, siendo la “otredad” de la relación, de su propia vida.
Aunque también poco a poco muchas de nosotras vamos valorándonos sin necesidad de depender de una manera insalubre en alma, mente y cuerpo de un hombre.
No estamos hechas para servir a nadie sino a nosotras mismas. Se nos educa con el ya mencionado ejemplo silencioso que lo que los demás piensen es más importante que lo una quiere, necesita o desea. Se nos educa a enmendar y cuidar a otros, a la pareja, a los hijos, a cualquiera, y nunca a una misma, no se nos enseña el valor que ya tenemos. Al contrario se nos demerita. Cualquier intento de superación, independencia o audacia por parte de una mujer, es calificado como soberbia o egoísmo.
Así que podría parecer “más fácil” seguir con las enseñanzas de la infancia: “arreglar” o “hacer funcionar”, una relación que no sirve más que para sufrir, con el poder del “amor”: es el epítome de la mentira y el villano más terrorífico que puede haber en el mundo, el amor romántico.
No se puede salvar a nadie, solamente se puede salvar a una misma. Podemos ayudar o apoyar, pero no es nuestra tarea ni obligación llevar a cuestas un ser humano, especialmente a un hombre, que por tener una inteligencia emocional casi nula tenemos que solapar mil y un actitudes y acciones perjudiciales para nuestra salud mental que se traducen en un detrimento en nuestro desarrollo personal.
Es el pan de cada día de muchas mujeres, lo fue para mí. Esperando ese día que si lo daba todo, quizá, tal vez, ahora sí, este hombre fuera la persona que siempre quise, que siempre estuvo debajo de toda esa coraza y ahora sí pueda amarme y yo pueda comenzar a vivir mi vida.
Esas son mentiras.
Para poder cambiar y mejorar nuestra vida, hay que hacer un trabajo duro emocional, como una montaña rusa. Hay que sanarnos y amarnos, antes de esperar recibir ese amor de otro hombre para que así podamos “ser dignas de darnos cariño, atención y amor”.
No podemos dejar pasar la vida y que nuestro proyecto sea vivir a través de un hombre, validarnos con su mirada, sentir que existimos si nos ama o florecer solamente si él está feliz. Muchas hemos querido ayudar en una relación al hombre con el que estamos “por amor”. Y aunque todo en una relación es recíproco, este tipo de acciones casi nunca son retribuidas ni por asomo. Al contrario, se experimenta la violencia emocional porque nunca (ni se interesa por ello) ha hecho el trabajo en sí mismo, esto desemboca en que él reaccione como un niño que no sabe regular sus emociones y una sea la madre de un hombre que por accidente es también su pareja. Es complicado y en ocasiones, monumental el hecho de desaprender y sanar esas lecciones retorcidas sobre nosotras mismas y cómo comportarnos en el mundo. El amor propio es un camino muy largo y difícil, son capas y capas que debemos desechar, al igual que personas y lugares para poder ser una misma. Cuando nos volvemos en el eje de nuestra propia vida se descubre una lista de posibilidades infinitas. Hay que perdonarnos primero, el perdón a los demás es opcional y no es un requerimiento obligatorio para vivir en paz. El perdón a los demás está sobrevalorado, el perdón a una misma es lo primordial.
Así que cuando nos cuidamos y amamos con la delicadeza y entereza que se llega a hacer a un hombre, al direccionar esa atención hacia nosotras, un mundo enorme dentro se despierta, pasa de estar aletargado a ser lo que siempre ha sido: hermoso. Es genuino y no se rige por reglas de otros, más que de una misma.
Y también hay un mundo afuera enorme, increíble, lleno de personas y experiencias que sí valen la pena, que sí son recíprocas y que verdaderamente ven en ti lo que tú también ves en ellos. Relaciones sanas y amorosas que se pueden vivir y disfrutar y al mismo tiempo diriges tu propia energia a ti misma. Qué bonito balance, a la par de compartirnos no renunciamos a ser nuestra mejor opción, pareja sexual, amiga, compañera.
Poco a poco, te das cuenta que esas relaciones violentas no te hicieron más fuerte ni resiliente, ya lo eras. Y un día te dices: ¡Qué maravilla! ¡Me gusto! ¡Ay que afortunada soy! ¡Me he ganado la lotería! Todas las flores dicen: me quiero, me quiero, me quiero…
Ni rosas, ni miradas ajenas, ni palabras de otros medirán tu amor propio. Porque qué bien se siente vivir acompañada de una misma.
Texto e ilustración de Sam Sampers. Dibujante. Migrante Mexicana.
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